Dios es bueno


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Dios es bueno

Hay una realidad básica acerca de Dios, una verdad clave que tenemos que sostener en lo más profundo de nuestro ser si queremos conocer a Dios. Es una verdad que sólo podemos conocer por medio de la revelación. Es una verdad que transformará nuestra vida, si la comprendemos.

Es la realidad, muy sencillamente, de que Dios es bueno. ¡Dios es bueno! Es una verdad tan sencilla que hasta los niños lo cantan: Dios bueno es. Es una verdad tan profunda, sin embargo, que las grandes culturas de este mundo no la han podido descubrir.

Los dioses de las naciones no son dioses buenos. No siempre son crueles; pero siempre actúan según su propio interés. Si actúan a favor de los seres humanos, es porque se les ha ofrecido algún incentivo. Los paganos ofrecen sacrificios a sus dioses para que haya una buena cosecha, para que sus hijos se sanen, para que puedan encontrar una esposa. Hacen promesas con el fin de manipularlos: Si me das lo que quiero, te cumpliré este voto.

En otras palabras, los dioses de los hombres se parecen en gran manera a los hombres mismos: egocéntricos, motivados por sus propios intereses, convenencieros. Los dioses de las naciones resultan estar creados a la imagen del hombre.

En la revelación bíblica, la única fuente de verdad completa y esencial, encontramos a un Dios totalmente distinto. Leemos aquí que “tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16).

Seguramente éste tiene que ser uno de los versículos más sorprendentes de toda la Escritura. ¿Por qué habría Dios de amar a seres tales como nosotros? ¿Qué le podríamos ofrecer? ¿Qué tenemos que le podría hacer falta? Como dice Pablo: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas” (Hechos 17:24-25).

Dios no nos ama porque nos necesita o porque podemos ofrecerle algo. Nos ama sencillamente porque El es amor. Conocer a este Dios de amor es la cosa más importante que podemos hacer en esta vida.

Me imagino que la mayoría de ustedes están totalmente de acuerdo conmigo en este punto. Quizás alguno de ustedes no ha llegado a conocer a Dios de una forma personal; si es el caso, le invito a hablar con alguien al final del culto para saber cómo entrar en una relación personal con Dios por medio de la fe en Jesucristo. Es la mejor cosa que hay en este mundo.

Pero ahora me dirijo a los que ya somos creyentes, y les invito conmigo a ser honestos. Nosotros sabemos que Dios es amor, que Dios es bueno; y sin embargo, no siempre vivimos concientes del amor y de la bondad de Dios. Tenemos esta experiencia de caminar como si el mundo fuera vacío, frío, inhóspito.

¿Por qué? ¿Por qué dudamos del amor de Dios? ¿Por qué no lo sentimos? Seguramente podríamos identificar muchos motivos, pero hoy quisiera señalar dos de ellos. Con la ayuda de Dios, no sólo identificaremos los motivos, sino que también veremos cómo responder frente a ellos.

La primera razón por la que muchas veces dudamos del amor y de la bondad de Dios es por las circunstancias de la vida. Suceden cosas en nuestra vida que no cuadran con la idea que tenemos de un Dios bondadoso y amoroso. Nos enfermamos, perdemos a un ser querido, perdemos el trabajo, sufrimos en un matrimonio imperfecto, nuestros hijos se alejan de Dios…en fin, los sinsabores de la vida son interminables.

Nos afligen las presiones de la vida, y ya no sentimos el amor de Dios. Si Dios es bueno, ¿por qué me suceden todas estas cosas? – nos hacemos la pregunta. Consideremos a un hombre que, con más razón que cualquiera, podría hacerse esta pregunta. Me refiero al profeta Jeremías.

Este profeta había llamado a la nación de Judá al arrepentimiento, pero la nación no quiso arrepentirse de su pecado e idolatría. Por fin llegó el juicio de Dios: los babilonios invadieron y llegaron a rodear con sus ejércitos a Jerusalén, la ciudad capital.

La captura de Jerusalén fue horrible. Como cualquier otra ciudad antigua, Jerusalén estaba rodeada de altos y gruesos muros. En lugar de tratar de escalar las paredes, los invasores usaron la táctica de guerra que se llama sitiar. Simplemente rodearon la ciudad y esperaron a que se acabara la comida en ella.

Jeremías observó las circunstancias que vivió la ciudad en sus últimos días – esta ciudad que era lugar del templo de Dios, esta ciudad donde él tenía su morada, la ciudad de David y de Salomón. Vio como morían de hambre los jóvenes más sanos, el futuro del pueblo ahora demacrado y moribundo. Vio como las madres, en algunos casos, se comían a sus propios hijos – enloquecidas por el hambre y la miseria.

En medio de su lamento por la ciudad de Jerusalén, sin embargo, Jeremías declara algunas de las palabras más bellas de toda la Escritura. Leámoslas.

Lectura: Lamentaciones 3:22-27

3:22 Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos, porque nunca decayeron sus misericordias.
3:23 Nuevas son cada mañana; grande es tu fidelidad.
3:24 Mi porción es Jehová, dijo mi alma; por tanto, en él esperaré.
3:25 Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca.
3:26 Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová.
3:27 Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud.

¿Cómo le fue posible a Jeremías decir esto, tras ver las circunstancias espeluznantes que regían en Jerusalén? Le fue posible, porque Jeremías sabía algo que a nosotros nos conviene aprender: que Dios es bueno, totalmente aparte de las circunstancias que estamos viviendo.

No importa la situación que estemos viviendo, no importa lo que haya llegado a nuestra vida, no importa si seamos culpables o no, Dios sigue siendo bueno. Dios es amor. El no va a cambiar, aunque las montañas se desmoronen, aunque los ríos se sequen, aunque ya no haya peces en el mar. Dios siempre es fiel.

El hecho de que Dios sea bueno y todopoderoso no significa que la vida de sus hijos será siempre fácil. Éste es el error que muchas veces cometemos. Pensamos así: Si Dios es mi Padre y me ama, si El es Dios y lo puede hacer todo, entonces me dará todo lo que quiero. Me dará una vida fácil y lujosa.

Dios tiene otros propósitos para nosotros. El nos ha dejado en este mundo imperfecto y pecador para que, por medio de los sufrimientos y las pruebas, nuestro carácter sea perfeccionado. El tiene propósitos que van mucho más allá de nuestra comodidad y nuestro placer.

En verdad, aun los padres humanos son así. ¿Cuál padre le permite a sus hijos que coman sólo lo que ellos quieren, que hagan la tarea sólo cuando desean hacerlo, que vayan a la escuela sólo cuando les da la gana? El padre que así hace no es ningún padre, en verdad.

Más allá de esto, debemos de reconocer algo más. Es verdad que Dios es soberano sobre todo; y sin embargo, El ha dado a su creación cierta autonomía. Dios no detiene cada mala decisión que tomamos. Si lo hiciera, nos convertiríamos en robots. El nos ha hecho libres para tomar buenas y malas decisiones, pero esto significa que nosotros mismos nos lastimamos, que otros nos lastiman, y que nosotros lastimamos a otros.

Esto nos lleva a la otra razón por la que dudamos a veces del amor de Dios. Dudamos del amor de Dios por la presión de los demás. A veces esta presión toma formas muy directas. Más de uno de ustedes tiene familiares o amigos que se burlan de su fe en Jesucristo. Consideran que son muy idealistas, que sueñan con cosas irrealistas, que la vida real no es así.

Esta presión puede tomar otras formas también. Por una parte, hay muchas personas que sencillamente no aman a Dios. Algunos de ellos lo han rechazado, otros realmente no entienden quién es. Frente a esta gran masa de personas – algunas de ellas muy decentes – nos preguntamos: ¿estaré equivocado? ¿Estaré viviendo en un sueño?

Pablo nos responde muy directamente. Dice: “Dios es siempre veraz, aunque el hombre sea mentiroso” (Romanos 3:4). Tenemos que decidir a quién vamos a creer: al hombre, con su visión corta e incompleta, o a Dios, que todo lo ve. Cuesta nadar en contra de la corriente, pero es el camarón dormido que se deja llevar.

Además de esto, nosotros podemos ser agentes de cambio. Dice Romanos 12:21: “No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien”. Jesús nos llama a ser sal y luz; la sal y la luz producen un cambio en su contorno. La comida sabe diferente cuando se le echa sal. El cuarto se ve diferente cuando se prende la luz.

De igual forma, nosotros somos llamados a contagiar a otros con nuestra fe en la bondad y el amor de Dios, en lugar de dejarnos desanimar por la falta de fe de quienes nos rodean. No sabemos de qué formas usará Dios nuestro ejemplo para salvación y bienestar de quienes nos rodean.

Hay una forma más sutil en que las personas nos presionan. Sucede cuando sus vidas se ven mucho mejores que las de nosotros. Vemos a algún hermano que parece tenerlo todo: ha sido bendecido económicamente, tiene una bella esposa e hijos bien portados, no se le está cayendo el cabello – en fin, casi sin poder evitarlo, sentimos envidia cuando lo vemos.

Esto sucedió con los discípulos de Jesús. Cuando Jesús le dijo a Pedro que moriría como mártir por el evangelio, Pedro de inmediato quiso saber lo que sucedería con Juan. ¿Se dan cuenta de su forma de pensar? ¡Se parece a la de nosotros! ¿Si me haces esto a mí, Señor, qué tal aquél? Le exigimos a Dios que nos compruebe su justicia.

La respuesta de Jesús a la pregunta de Pedro es iluminadora. Le dijo: “Si quiero que él permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme no más” (Juan 21:22). Jesús no le dijo que Juan iba a vivir hasta su regreso; sólo le dijo que la voluntad de Jesús para Juan realmente no le interesaba a Pedro.

Nosotros no sabemos cuál será la voluntad de Dios para la vida de otra persona. No sabemos qué es lo que realmente sucede en su vida. No tenemos la información suficiente para compararnos con aquella persona. Sólo podemos responder a este llamado de Jesús: “Tú sígueme no más”.

¿Dudas del amor de Dios? No permitas que las circunstancias de la vida, ni la presión de los demás, te quiten esa fe. La prueba final del amor y la bondad de Dios está en una cruz. Cuando Dios permitió que su único Hijo colgara en la cruz para pagar tus pecados y los míos, nos mostró sin lugar a duda que El nos ama.

Cuando las circunstancias nos apremian, El está con nosotros – porque El también sufrió. Cuando la gente nos rechaza, El está con nosotros – porque El también fue rechazado. El que no escatimó a su propio Hijo, ¿cómo no nos dará con El todas las cosas?

Guarda esta verdad en lo más profundo de tu ser, y nunca lo olvides: Dios es bueno. Dios es bueno, a pesar de las circunstancias, a pesar de la gente, a pesar de todo. Dios es bueno.

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