El Hijo de la casa


Hijo de la casa

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El Hijo de la casa

Una clase de niños presentaba una obra de teatro, una obra de los tres Reyes Magos. Uno de los niños que representaba a un rey le preguntó a la profesora qué debía de hacer si se le olvidaba su parlamento. La profesora le indicó que inventara algo.

Comenzó la obra. Se acercó el primer rey a la cuna y dijo: Niño Jesús, te traigo el incienso. El segundo rey se acercó y dijo: Niño Jesús, te traigo el oro.

Fue el tercero, pero se le olvidó lo que tenía que decir; entonces lo inventó y dijo: ¡Ay, pero si este niño es idéntico a su padre!

Ese tercer niño dijo, sin saberlo, una gran verdad. Lo maravilloso del Señor Jesús es que es, precisamente, idéntico a su Padre. Hoy leeremos el único pasaje bíblico que nos habla de la niñez de Jesús. A partir de su infancia y hasta la preparación de Juan el Bautista hay un profundo silencio en la Biblia acerca de la vida de Jesús.

Algunas personas han inventado leyendas piadosas para tratar de llenar este vacío, pero no son más que eso – leyendas. Esta historia queda registrada bajo inspiración divina para nuestra enseñanza e instrucción. Veamos lo que el Señor nos enseña a través de ella.

Lectura: Lucas 2:41-42

2:41 Iban sus padres todos los años a Jerusalén en la fiesta de la pascua;
2:42 y cuando tuvo doce años, subieron a Jerusalén conforme a la costumbre de la fiesta.

Había tres fiestas anuales a las que todo judío debía asistir. La más importante de ellas era la fiesta de la Pascua. Esta fiesta era tan significativa para el judío porque combinaba en una fiesta el evento religioso más importante de la historia judía y el evento formativo de su identidad como nación.

Sería como combinar las fiestas actuales de la Navidad y el 28 de julio o el 16 de septiembre en un evento. En este día Dios libró al pueblo de Israel de Egipto, salvó la vida de los primogénitos y mostró poderosamente que Israel era suyo.

Los jóvenes judíos entraban oficialmente en el pacto con Dios a la edad de los trece años. A esta edad, llegaban a ser oficialmente miembros de la comunidad judía, y llegaban también a ser responsables de cumplir con todos los requisitos de la ley.

Por este motivo, muchos padres solían empezar desde antes el proceso de acostumbrar al niño a cumplir con sus responsabilidades. Aunque Jesús no tenía la obligación de ir a la fiesta, pues aún no cumplía los trece años, sus padres lo llevaron consigo para que conociera el templo y viera lo que El tendría que hacer cuando llegara a ser adulto.

Los padres humanos de Jesús nos dan un buen ejemplo a nosotros. Debemos de tomar conciencia de nuestra responsabilidad de enseñar a nuestros hijos a seguir los caminos del Señor. Nos dice el libro de Proverbios: “Instruye al niño en el camino correcto, y aun en su vejez no lo abandonará” (Proverbios 22:6).

Es responsabilidad de cada padre inculcar en el alma de sus hijos las costumbres que les llevarán a una vida fructífera, próspera y devota. Las costumbres de asistir a la Iglesia, de participar en el altar familiar, de orar y buscar la dirección de Dios – todas estas cosas tienen un impacto sobre la vida de los niños. Son sumamente importantes.

Al llevar a Jesús al templo, entonces, José y María hicieron muy bien. Trataban de enseñarle una buena lección por su ejemplo. Para su sorpresa, sin embargo, ellos serían los que aprenderían la lección. Había algo acerca de su hijo que, aunque debían de saberlo, aún no habían llegado a entender.

Lectura: Lucas 2:43-50

2:43 Al regresar ellos, acabada la fiesta, se quedó el niño Jesús en Jerusalén, sin que lo supiesen José y su madre.
2:44 Y pensando que estaba entre la compañía, anduvieron camino de un día; y le buscaban entre los parientes y los conocidos;
2:45 pero como no le hallaron, volvieron a Jerusalén buscándole.
2:46 Y aconteció que tres días después le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores de la ley, oyéndoles y preguntándoles.
2:47 Y todos los que le oían, se maravillaban de su inteligencia y de sus respuestas.
2:48 Cuando le vieron, se sorprendieron; y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? He aquí, tu padre y yo te hemos buscado con angustia.
2:49 Entonces él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?
2:50 Mas ellos no entendieron las palabras que les habló.

Los peregrinos que hacían el viaje a Jerusalén durante la fiesta de la Pascua subían de todas partes de Palestina. Dentro de los pocos kilómetros cuadrados de la ciudad de Jerusalén se quedaban cientos de miles, quizás millones, de peregrinos. Cuando salían de la ciudad, viajaban en grupos para protección contra los bandidos.

Podremos imaginarnos, entonces, a los padres de Jesús, acompañados por un gran número de parientes y amigos, partiendo de Jerusalén después de la fiesta. Detrás de ellos estaba el templo, resplandeciente como una joya sobre el monte más alto de Jerusalén, decorado con el esplendor de mármol y oro. Frente a ellos estaba el camino polvoroso, largo, cansado, el camino que llevaría a su hogar en Nazaret.

Su madre, caminando y conversando con sus compañeras acerca de las cosas que habían sucedido durante los días anteriores, estaba segura de que Jesús andaba con José. A fin de cuentas, ya no era un niño; seguramente estaba caminando con los hombres, preparándose para ser uno de ellos dentro de poco.

Su padre adoptivo José, mientras tanto, caminaba con los hombres, confiado de que Jesús estaba con su madre. Seguramente estaría cuidándola, ayudándole con sus cargas con la consideración que demuestra un buen hijo.

Fue solamente a la hora de detenerse para descansar que descubrieron que Jesús no se encontraba entre ellos. Ya era muy tarde para regresar a Jerusalén ese día. No había luces para alumbrar el camino. Tendrían que esperar hasta el día siguiente.

Llegada la mañana, emprendieron el viaje de regreso a Jerusalén, preguntándose que habría sucedido con su hijo. Cualquier padre que ha perdido de vista a su hijo podrá identificarse con los sentimientos de José y María en esos momentos. ¿Qué le habría pasado? En una ciudad grande, entre tanta gente, cualquier cosa era posible.

Finalmente llegaron a Jerusalén, ya al atardecer del segundo día. Encontraron dónde acostarse, pues era imposible buscar en la oscuridad; pero dudo que hayan cerrado los ojos en toda la noche. Al tercer día lo empezaron a buscar.

No sabemos a qué partes llegaron para buscar a Jesús. Seguramente el templo no fue su primer destino. Cuando finalmente lo encontraron, claramente estaban admirados. Entre los sentimientos encontrados en su corazón estaban el asombro, el alivio y el enfado.

Después de más de dos días de ansiedad, el enfado dominó la reacción de María. Me imagino que algunas madres incluso se habrían expresado de una forma más directa con este hijo que había causado tanta preocupación.

Había, sin embargo, una lección que María y José tenían que aprender. La madre le exige a su hijo: “¡Mira que tu padre y yo te hemos estado buscando angustiados!”. María había olvidado algo. Aunque José noblemente estaba criando a Jesús como su hijo, no era su padre.

El Padre de Jesús era otro. Jesús pregunta: “¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre?” Jesús no sólo era el hijo de María y José, era el Hijo de Dios. Como Hijo de Dios, tenía una misión y una labor que realizar.

Ellos habían llevado a Jesús a la casa de Dios, el templo, tratando de enseñarle a ser un buen miembro del pueblo de Dios. No se dieron cuenta de que, en realidad, el Hijo estaba llegando a su casa. Este era su lugar, no el taller humilde de un carpintero. A esta tierna edad Jesús ya sabía quién era; con su contribución a las discusiones que realizaban los rabinos en la corte del templo Jesús dejaba atónitos a los eruditos de su día.

El Hijo que estaba llegando a la casa de su Padre, Jesús, también nos invita a ser parte de su familia. La Biblia nos dice: “Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios” (Juan 1:12).

Sólo Jesús podría extendernos esta invitación. Sólo el Hijo de la casa podría invitar a otros a entrar en ella. Un siervo no lo podría hacer. Los que le precedieron – personas como Moisés, David, Elías – sirvieron fielmente al Señor, pero eran siervos solamente.

Jesús es el Hijo de la casa, y El te invita a ti también a ser parte de su familia. Cuando respondes a su invitación, reconociendo tu pecado, confiando en su sacrificio por ti en la cruz y entregándole el control de tu vida, llegas a ser hijo adoptado de Dios. El Hijo de la casa te invita. Si no la has aceptado, no desprecies su invitación.

Volviendo a nuestra historia, descubrimos que Jesús no se quedó a vivir en el templo – aunque podría haberlo hecho, como Samuel.

Lectura: Lucas 2:51-52

2:51 Y descendió con ellos, y volvió a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón.
2:52 Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres.

Entre las discusiones que a veces nacen entre los teólogos está la pregunta: ¿cuándo surgió en Jesús la conciencia de que era Hijo de Dios, que tenía una misión especial? Sabemos que, como ser humano, su concepto de sí mismo creció y se desarrolló de una forma normal. Estos versos nos hablan del crecimiento de Jesús.

Sin embargo, nos damos cuenta de que Jesús también tenía la conciencia de su naturaleza divina desde una edad muy temprana. A pesar de esto, vivió en sumisión a sus padres humanos, portándose como un hijo respetuoso y responsable.

El ser Hijo de Dios no significó para El que podía hacer lo que le diera la gana. Parte de la obediencia que Jesús aprendió al vivir en la tierra fue la obediencia a sus padres humanos.

Hemos olvidado mucho acerca de la sumisión. No queremos someternos a nadie. Nos duele que alguien nos dirija, sea en el trabajo, en la familia o en la Iglesia. Mis hermanos, la sumisión no es una palabra fea. Si Jesús, el Hijo de Dios encarnado, vivió sujeto a sus padres, ¡cuánto más debemos de sujetarnos a los que están en autoridad sobre nosotros!

Estoy seguro que José y María no fueron padres perfectos. Fueron personas buenas y devotas, pero tuvieron las fallas que todo ser humano posee. Aun así, Jesús se sometió a ellos. Jesús les obedeció.

Si le llamamos Señor, debemos de seguir su ejemplo. Aunque vaya en contra de los instintos rebeldes de nuestra carne, Dios nos llama a sujetarnos a los que El ha puesto sobre nosotros – en la familia, en el trabajo, en la Iglesia.

Dice Hebreos 13:17: “Obedezcan a sus dirigentes y sométanse a ellos, pues cuidan de ustedes como quienes tienen que rendir cuentas. Obedézcanlos a fin de que ellos cumplan su tarea con alegría y sin quejarse, pues el quejarse no les trae ningún provecho”.

La actitud rebelde, la actitud autosuficiente que dice “a mí nadie me dice qué hacer”, termina dañando al que la tiene y a los demás también. En Jesús vemos todo lo opuesto. El nos demuestra que la sumisión no es lo mismo que la inferioridad.

Jesús, el Hijo que llegó a la casa de Dios en Jerusalén sabiendo que era Su casa, nos invita a ser parte de su familia. Ahora te pregunto: ¿Conoces a este Jesús? ¿Es el Señor de tu vida? No desprecies su invitación.

La delicia de habitar en la casa del Señor para siempre es un privilegio que, como Hijo, Jesús desea otorgarte. Ven hoy a El. Con corazón humilde te espera para que camines con El en todas las sendas de la vida. El Hijo de la casa, el vástago de la hacienda más acaudalada del mundo, desea llamarte su amigo.

Que el Señor te llene de bendiciones.

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