La epístola de Pedro
La epístola de Pedro, conocida como Primera de Pedro en el canon del Nuevo Testamento, es una carta pastoral rica en teología, esperanza y exhortación. Su autor se identifica como el apóstol Pedro, «apóstol de Jesucristo» (1 Pedro 1:1), y está dirigida a los «expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia», regiones del Asia Menor, actuales zonas de Turquía.
Desde el comienzo, esta epístola revela un profundo interés por los cristianos que viven en medio de la persecución, exhortándolos a vivir en santidad, esperanza y obediencia mientras aguardan la revelación de Jesucristo.
Pedro comienza su carta con una bendición: «Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos» (1 Pedro 1:3). Aquí, se establece el fundamento de la esperanza cristiana: la resurrección de Cristo.
Esta esperanza no es una ilusión, sino una certeza viva, garantizada por la victoria de Jesús sobre la muerte. En esta misma línea, Pedro enseña que los creyentes tienen «una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros» (1 Pedro 1:4). Es decir, los cristianos poseen una herencia eterna, guardada por Dios, la cual es ajena a la corrupción y el deterioro del mundo físico.
El apóstol no oculta las pruebas que atraviesan los creyentes. Reconoce que «ahora, por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas» (1 Pedro 1:6). Sin embargo, estas pruebas tienen un propósito: «para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1 Pedro 1:7). La fe, entonces, es puesta a prueba no para destruirla, sino para refinarla como el oro, con miras a la gloria futura.
Una nota hermosa de esta carta es su énfasis en el amor a Cristo, aunque no se le haya visto físicamente: «a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso» (1 Pedro 1:8). Esta fe produce gozo, incluso en medio del sufrimiento. P
edro también deja claro que la salvación que ahora experimentan los cristianos fue anticipada por los profetas, quienes «inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación» (1 Pedro 1:10). Y no sólo los profetas, sino incluso «los ángeles anhelan mirar estas cosas» (1 Pedro 1:12), mostrando que el evangelio es una obra divina de tal magnitud que es motivo de asombro celestial.
En vista de esta salvación tan gloriosa, Pedro exhorta: «ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado» (1 Pedro 1:13). Se requiere una mente preparada, sobria, enfocada en la venida del Señor. Esta preparación debe ir acompañada de una vida santa: «como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir» (1 Pedro 1:15). La santidad no es opcional, sino el reflejo del carácter de Dios en sus hijos.
Pedro recuerda a sus lectores que han sido rescatados «no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación» (1 Pedro 1:18-19). Esta redención no es algo trivial. Ha costado la vida del Hijo de Dios. Por tanto, los creyentes están llamados a vivir en temor reverente durante su peregrinación en este mundo.
Al enfatizar esta nueva identidad, Pedro escribe que los creyentes son «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1 Pedro 2:9). Esta designación es eco del lenguaje del Antiguo Testamento, aplicado ahora a todos los que están en Cristo. Su propósito es claro: anunciar «las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable».
El apóstol también subraya que, aunque los cristianos han sido rechazados por los hombres, son «piedras vivas» que forman «una casa espiritual» y son parte de un «sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pedro 2:5). Jesús mismo es «la piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa» (1 Pedro 2:4). La comunidad cristiana, entonces, encuentra su identidad no en estructuras religiosas físicas, sino en una relación viva con Cristo.
Pedro no ignora la relación del creyente con las autoridades humanas. Exhorta: «someteos a toda institución humana por causa del Señor» (1 Pedro 2:13). Esta sumisión no es señal de debilidad, sino de obediencia consciente al Señor. Incluso en el sufrimiento injusto, el creyente sigue el ejemplo de Cristo, quien «cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 Pedro 2:23). Jesús es el modelo perfecto de sufrimiento paciente y confianza en Dios.
Pedro también ofrece instrucciones a los esposos y esposas. A las esposas les dice que se sujeten a sus maridos, para que «los que no creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas» (1 Pedro 3:1). A los maridos les manda que vivan con ellas «sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil» (1 Pedro 3:7). Las relaciones familiares deben reflejar la gracia y el amor de Dios, vividos con respeto y comprensión mutua.
La epístola también trata sobre el sufrimiento por causa de la justicia. «¿Quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien?» (1 Pedro 3:13). Pero incluso si sufren, «bienaventurados sois» (1 Pedro 3:14). Pedro insta a los creyentes a estar siempre preparados «para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pedro 3:15). Esta esperanza debe ser visible y explicable, vivida con integridad de conciencia.
El ejemplo máximo sigue siendo Cristo: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3:18). Su sufrimiento tuvo un propósito redentor. A través de Él, los creyentes han pasado de la muerte a la vida. Pedro menciona el bautismo como símbolo de esta salvación, «no quitando las inmundicias de la carne, sino como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios» (1 Pedro 3:21).
Pedro llama a los creyentes a vivir para la voluntad de Dios, no para las pasiones humanas. «Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles» (1 Pedro 4:3). Hay un cambio radical en la vida del creyente, que implica abandonar las obras del pecado. Aunque el mundo no lo entienda, «ellos darán cuenta al que está preparado para juzgar a los vivos y a los muertos» (1 Pedro 4:5).
Por eso Pedro exhorta: «el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración» (1 Pedro 4:7). Este sentido de urgencia llama a una vida de amor ferviente: «Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados» (1 Pedro 4:8).
El uso de los dones espirituales también es enfatizado: «Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pedro 4:10). Todo servicio debe hacerse para la gloria de Dios, «para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo» (1 Pedro 4:11).
La persecución, lejos de sorprender al cristiano, debe ser esperada: «Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese» (1 Pedro 4:12). Pedro llama a los creyentes a «gozarse por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo» (1 Pedro 4:13), sabiendo que también participarán de su gloria.
Pedro dirige sus palabras finales a los líderes de la iglesia: «Ruego a los ancianos que están entre vosotros… apacentad la grey de Dios que está entre vosotros» (1 Pedro 5:1-2). Estos líderes deben servir voluntariamente, no por ganancia, sino como ejemplos del rebaño. Y a los más jóvenes les dice: «Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, revestíos de humildad» (1 Pedro 5:5). La humildad es esencial, porque «Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes».
Pedro concluye su carta con una nota de ánimo: «Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 Pedro 5:6-7). Dios no es indiferente al sufrimiento de sus hijos. Él cuida, sostiene y exalta en su tiempo. Pero también advierte: «Sed sobrios, y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar» (1 Pedro 5:8). El creyente debe resistir al enemigo «firmes en la fe», sabiendo que «los mismos padecimientos se van cumpliendo en vuestros hermanos en todo el mundo» (1 Pedro 5:9).
Pedro termina con una poderosa declaración de esperanza: «Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca» (1 Pedro 5:10). Esta promesa asegura al creyente que su sufrimiento no es en vano. Dios mismo se encargará de fortalecerlo y establecerlo firmemente en su gracia. A Él sea la gloria por los siglos.
Así, la Primera epístola de Pedro ofrece una teología robusta del sufrimiento, la esperanza, la santidad, y la identidad cristiana. Sus palabras siguen resonando con poder, consuelo y exhortación para todos los que caminan por este mundo como extranjeros, esperando la manifestación gloriosa del Señor Jesucristo.
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