Abandonado por papá
Durante su vida aquí en esta tierra, nuestro Señor Jesús vivió en perfecta unión con su Padre. Durante los momentos más importantes de su ministerio, el Padre demostró un apoyo y una aceptación total de su Hijo, nuestro Señor.
Lo podemos ver, por ejemplo, en el evento que dio inicio a su ministerio público. Me refiero al bautismo de Jesús. Todos estamos familiarizados con este evento – cómo Jesús llegó a donde Juan el Bautista estaba bautizando junto al Río Jordán, cómo Jesús se presentó a Juan para ser bautizado por él, y cómo Juan reconoció que Jesús no tenía ninguna necesidad de bautizarse.
Jesús bajó al agua para cumplir la voluntad de su Padre, y al salir del agua, la Biblia nos dice que sucedió lo siguiente: «Tan pronto como Jesús fue bautizado, subió del agua… Y una voz del cielo decía: Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él.» (Mateo 3:16-17)
En este momento en que Jesús empezaba su ministerio público, el Padre expresó su confianza en El, su gozo al tener un Hijo como Jesús.
La mayoría de nosotros puede recordar momentos en su niñez en que nuestros padres nos alabaron por algo que hicimos. Quizás trajimos buenas notas de la escuela, o hicimos alguna buena jugada en un deporte, o encontramos ese primer trabajo.
Quizás algunos de nosotros no experimentamos esa afirmación paternal, porque nuestros padres estaban ausentes o no eran capaces de afirmarnos; siendo honestos, creo que diríamos que extrañamos mucho esa afirmación.
En base a nuestra propia experiencia, entonces, podemos imaginarnos cómo se habrá sentido Jesús en este momento. El estaba tomando la decisión de ser fiel a la voluntad de su Padre, estaba empezando la misión por la cual había venido a la tierra, y su Padre le expresaba el gran orgullo, el gran placer que sentía en tenerlo como Hijo.
Jesús mismo tenía esa consciencia de que El tenía una relación especial con su Padre. En su enseñanza, el mostró continuamente que El sabía que no era un hombre cualquiera. El estaba seguro de su posición especial con relación al Padre. Por ejemplo, en una ocasión dijo: «Mi Padre me ha entregado todas las cosas.» (Mateo 11:27a). Aquí podemos ver una referencia a la decisión del Padre de que su Hijo representaría a la Trinidad en el establecimiento de su Reino sobre la tierra.
Jesús dice también: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.» (Mateo 11:27b) Con estas palabras Jesús nos da a entender que su relación con el Padre es tan estrecha que tienen un conocimiento único el uno del otro. Jesús conoce perfectamente al Padre, y el Padre conoce perfectamente a Jesús; y tan completa es la confianza entre ellos que la única manera de conocer al Padre es conociendo a Jesús.
Después que Jesús anunció su muerte, sucedió otro evento que muestra lo que estamos viendo. Es el evento de la transfiguración de Jesús. En esta ocasión, Jesús subió a un monte con tres de sus discípulos. En presencia de ellos, El tuvo una conferencia con Moisés y Elías, dos figuras importantes del Antiguo Testamento.
Y una voz anunció del cielo: «Este es mi Hijo amado; estoy muy complacido con él. ¡
Fíjense en la importancia de esto; Jesús ya ha anunciado a sus discípulos que morirá. El ya les ha dicho hacia dónde va su carrera, que terminará en rechazo y muerte. Y consciente de esto, su Padre declara que siente gran placer en su Hijo. Jesús iba a hacer precisamente lo que había llegado al mundo para hacer. Tanto El como su Padre sabían lo que iba a suceder, y el Padre estaba muy contento con su Hijo.
Si queremos tener una idea de esto, podemos imaginar al Padre, mirando desde el cielo, viendo todo lo que hace su Hijo. El ve sus milagros, sus enseñanzas, sus acciones, y todo lo que ve le causa una gran sonrisa. El Padre está muy complacido con Jesús.
Llegamos, entonces, al versículo que ocupará nuestra atención hoy. Se encuentra en Mateo 27:46, y este versículo registra las palabras de Jesús cuando colgaba en la cruz, al portal de la muerte:
«Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27:46).
Jesús cita un versículo del Salmo 22, Salmo que expresa la oración del justo que sufre. Pero lo que dice es realmente extraordinario. ¿Cómo es esto? Después de tanto tiempo de ministerio, después de tantas expresiones de la relación estrecha que tiene con el Padre, después de tantas afirmaciones por el Padre, ¿llegamos a esto? ¿El Padre ha abandonado el Hijo? ¿Qué ha pasado aquí?
¿Por qué diría Jesús estas palabras? Un par de posibilidades llega a la mente. Quizás Jesús había fallado al Padre. Quizás en estos últimos momentos de su vida, El había hecho algo que horrorizó tanto a su Padre que lo abandonó. Quizás Jesús se había rebelado.
Pero esta solución no funciona. Porque sabemos que en el momento de mayor prueba, en el jardín del Getsemaní, cuando Jesús experimentó la mayor tentación a abandonar su misión y salvarse del sufrimiento, El mismo oró: «No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.» (Mateo 26:39)
O quizás Jesús oró así simplemente porque se había equivocado. Quizás se sintió tan mal por todo lo que había acontecido, que El pensaba que Dios lo había abandonado – cuando en realidad las cosas seguían como siempre.
Esta solución tampoco es la correcta. La realidad es que Jesús se sintió desamparado por el Padre porque en realidad estaba separado del Padre. En su gran profecía del sufrimiento del Mesías, Isaías dice lo siguiente: «Sobre él recayó el castigo, precio de nuestra paz» (Isaías 53:5), y también dice, «el Señor hizo recaer sobre él la iniquidad de todos nosotros.» (Isaías 53:6).
El castigo primordial del pecado, el resultado básico de la desobediencia, consiste en la separación y el quebrantamiento de la relación. Nuestro pecado contra Dios ha resultado en nuestra separación de El y el rompimiento de nuestra relación con El.
Podemos ver este principio en las relaciones humanas. ¿Cuál es el resultado cuando un hijo o una hija desobedece y se rebela contra sus padres? El resultado es que la relación no es como era antes. No existe la misma confianza, el mismo entendimiento. En un sentido mucho más grande, lo mismo ha sucedido entre nosotros y Dios.
Jesús fue rechazado para que nosotros pudiéramos ser aceptados. El sufrió el abandono de Dios, la inmensa soledad y el gran sufrimiento que es resultado del pecado, aunque no tuvo pecado alguno, para que nosotros – pecadores todos – pudiéramos conocer el amor y la aceptación que no merecemos.
Jesús sufrió el castigo que era nuestro. Esto lo demuestra el verso anterior al que leímos, el verso 45: «Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.» Cuando consideramos una profecía del Antiguo Testamento, entendemos lo que significa esta oscuridad.
No sabemos cómo lo hizo Dios, pero sí sabemos por qué. En Amos 8:9 dice lo siguiente: «En aquel día -afirma el Señor omnipotente- haré que el sol se ponga al mediodía, y que en pleno día la tierra se oscurezca.»
Aquí Dios está hablando de su juicio contra el pecado y la desobediencia de la gente. Iba a ser acompañado por precisamente lo que vemos aquí: el sol se puso al mediodía. Esta oscuridad, entonces, es la oscuridad del juicio. Pero el juicio no estaba cayendo sobre quienes lo merecían; estaba cayendo sobre el único inocente en todo el mundo. Estaba cayendo sobre Jesús.
Jesús estaba sufriendo lo que merece todo pecador: el juicio, el rechazo, el abandono de Dios. Y lo estaba haciendo por nosotros.
En ese momento de total abandono, se selló la salvación del pueblo de Dios. La justicia de Dios fue satisfecha, la deuda del pecado saldada, y la vida del perfecto Hijo de Dios llegó a ser el precio por el cual se compró un pueblo para sí mismo.
Hoy, podemos vivir esa vida que Jesús murió por comprarnos. Si tú te has comprometido con Cristo, si tú has puesto tu confianza en El para recibir la vida, tienes esa vida. Dios te ha aceptado en base a lo que Cristo hizo.
No tienes que preguntarte si serás perdonado. No tienes que dudar de que Dios te ama. El ya te salvó. El ya hizo todo lo necesario por ti. Si lo has aceptado, es tuyo.
Pero si no lo has aceptado todavía, no esperes más. Entrega tu vida a Cristo, y recibe en cambio la vida que El murió por ganarte. Confía en lo que El hizo en la cruz. El no está muerto ya; El murió, pagando el precio, pero también resucitó para que vivamos con El y por El.