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El Padre y Yo somos uno


El Padre

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El consagrado

A través de su historia como el pueblo de Dios la nación de Israel falló en múltiples ocasiones, llevando a diversos castigos. En varias ocasiones los israelitas sufrieron invasiones de naciones paganas; en otras ocasiones sufrieron plagas de insectos y sequías. Fueron llevados a la fuerza de su tierra después de varios siglos de idolatría; sólo así aprendieron a no postrarse ante las imágenes.

Quizás la peor desgracia tuvo lugar en el año 167 a.C. En este año, un rey sirio llamado Antíoco Epifanio invadió Jerusalén. Esto, en sí, era grave; cualquier nación que haya vivido la toma de su capital sabe que los ejércitos invasores suelen abusar ferozmente de la población conquistada.

Antíoco Epifanio fue un paso más allá, sin embargo. Entró al lugar más sagrado – al santuario del templo de Jehová en Jerusalén – y allí sacrificó un puerco. El puerco era un animal inmundo, según las leyes de Moisés; los israelitas no lo podían comer.

Ofrecerlo en sacrificio a Dios, entonces, era un grave insulto a la fe divinamente revelada de Israel. Era una grave ofensa contra el Dios de Israel, pues implicaba que Dios era incapaz de defender su propio templo.

Sabemos que Dios no se había debilitado, sino que era por la desobediencia de su pueblo que El permitió que sucediera esto. Es más, Antíoco Epifanio, el rey que osó deshonrar de tal forma al templo de Dios, tuvo un mal fin. Murió bajo circunstancias misteriosas.

El pueblo de Israel experimentó un avivamiento y, bajo el liderazgo de Judas Macabeo, recapturó el templo y lo dedicó a Dios en diciembre del año 164 a.C. Se decretó entonces la celebración de una fiesta anual para recordar estos eventos y la dedicación del templo. Esta fiesta hoy se llama Hanukkah, y se celebra cerca de la Navidad.

Esta es la fiesta que forma el trasfondo para nuestra lectura.

Lectura: Juan 10:22-39

10:22 Celebrábase en Jerusalén la fiesta de la dedicación. Era invierno,
10:23 y Jesús andaba en el templo por el pórtico de Salomón.
10:24 Y le rodearon los judíos y le dijeron: ¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente.
10:25 Jesús les respondió: Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí;
10:26 pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho.
10:27 Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen,
10:28 y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano.
10:29 Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre.
10:30 Yo y el Padre uno somos.
10:31 Entonces los judíos volvieron a tomar piedras para apedrearle.
10:32 Jesús les respondió: Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?
10:33 Le respondieron los judíos, diciendo: Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios.
10:34 Jesús les respondió: ¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois?
10:35 Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada),
10:36 ¿al que el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?
10:37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis.
10:38 Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre.
10:39 Procuraron otra vez prenderle, pero él se escapó de sus manos.

Aquí encontramos a Jesús dentro del templo, participando en la fiesta. El se encontraba en un pasillo cubierto conocido como el pórtico de Salomón. Aquí hallaba protección de la fría lluvia invernal. Después del día de Pentecostés, sus seguidores se reunirían en este lugar.

Para estas fechas Jesús ya era conocido. Las personas habían oído sus enseñanzas y visto sus milagros. Algunos, sin embargo, aún tenían dudas. En este caso, probablemente se trataba de los líderes de los judíos o sus secuaces. Cuando Juan usa la frase “los judíos”, muchas veces se refiere al liderazgo judío, y no a la nación en su totalidad.

¿Por qué le habrán hecho esta pregunta a Jesús? ¿No eran suficientes las pruebas que El les había dado ya? Queda claro en la Biblia que los milagros solos no convencen a nadie. El corazón que no desea arrepentirse y acercarse a Dios no se rendirá, aunque vea milagros sin fin. La mente rebelde siempre encuentra explicaciones.

Las personas que le hacen la pregunta a Jesús, entonces, no lo hacen con la intención de creer en El. No están pidiendo un poco más de ayuda para creer. En otros pasajes podemos ver la reacción de Jesús ante los que se acercan a El queriendo creer, pero con dificultad para hacerlo.

Por ejemplo, frente al hombre que le dijo: “Sí creo; ¡ayuda mi incredulidad!”, Jesús realizó un milagro. Podemos saber que, si nos acercamos a Jesús con una fe débil pero dispuesta, El no nos rechazará.

Esta situación era diferente. Jesús sabía muy bien lo que estaba en sus corazones. El sabía que ellos no buscaban razones para creer, sino razones para condenarlo y rechazarlo. Hay una gran ironía aquí, pues Jesús era el cumplimiento de lo que los judíos habían venido a celebrar.

En respuesta a sus atacantes, Jesús les llama a considerar sus obras. Después de todo, cualquiera podría hacer las declaraciones que Jesús hacía. Es fácil hablar. Había varios supuestos cristos durante este tiempo. Las obras de Jesús eran la demostración divina de que sus palabras eran ciertas.

Cuando Jesús dice: “Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que me acreditan”, nos da a entender que sus milagros, sus enseñanzas y su vida entera eran la comprobación de que El era el Cristo. Aunque otros pudieran realizar un milagro que otro, nadie podría vivir de la forma en que Jesús vivió.

De hecho, sólo uno que fuera Dios hecho hombre podría hacer esto. Por esto, Jesús declara: “El Padre y yo somos uno”. Es importante notar lo que Jesús no dice aquí. No dice “El Padre y yo somos el mismo”. Hay quienes cometen este error, al decir que Jesús es la misma persona que el Padre.

Más bien, lo que dice es que comparten una esencia. Son un Dios, pero nuestro Dios existe en tres personas que se relacionan entre sí. Los judíos correctamente determinaron que Jesús estaba haciéndose igual a Dios, pero no pudieron creer que El tenía el derecho de hacer esta declaración.

Cuando intentaron apedrearlo por su supuesta blasfemia, Jesús trató de pararles. La comprobación de la verdad de lo que El decía eran sus acciones; ahora les pregunta por cuál de ellas lo quieren matar. Esto debía de haberles puesto a pensar. ¿Qué clase de religión se opondría a la sanidad de los enfermos y a la liberación de los endemoniados? Los judíos debían de haberse puesto a reflexionar.

No lo hicieron, sin embargo. Jesús entonces usó otra táctica. Señaló hacia la Biblia que ellos mismos aceptaban, llamando al Antiguo Testamento por su nombre común, “la ley”. Si se podía aplicar el nombre “dioses” a quienes recibieron la Palabra de Dios, como se hace en el Salmo 82, ¿cómo podrían ellos condenarle a El?

Algunos han tomado este texto como prueba de que Jesús no se consideraba el Hijo de Dios en un sentido absoluto, sino que se puso al mismo nivel que los seres a quienes se dirige Dios en este salmo – que podrían ser, según la interpretación, los jueces de Israel, o los ángeles.

Sin embargo, si consideramos el contexto del Salmo 82, nos damos cuenta de que Dios esta hablando aquí con simples mortales. Dice así: Yo les he dicho: “Ustedes son dioses; todos ustedes son hijos del Altísimo”. Pero morirán como cualquier mortal; caerán como cualquier otro gobernante. (Salmo 82:6-7)

El testimonio consistente de Juan, como de todo el Nuevo Testamento, es que Jesús es inmortal. Obviamente, Jesús no se está poniendo al mismo nivel que estos seres. Al contrario; señala que, aunque Dios los llama sus hijos, habían fallado y estaban destinados a morir.

Más bien, lo que hace Jesús es presentar un argumento que debió de hacer pensar a los que se enfrentaban a El. No pretendió hacer una declaración completa acerca de su persona, pues ellos se habían mostrado incapaces de recibirlo. Más bien, les presenta un argumento que les demuestra que, aun de acuerdo con lo que ellos mismos creían, su persecución de El era ilógica. Les demuestra que es una incoherencia que lo quieran matar, y que refleja su propia dureza de corazón.

Este es el asunto básico, en realidad. Los judíos no estaban conformes con todas las muestras que Jesús les había dado. No era porque sus pruebas fueran insuficientes, sino por la dureza de su corazón. Tu corazón, ¿cómo está?

En el verso 36 encontramos la conexión con la fiesta que ellos estaban celebrando. Dice Jesús: ¿Por qué acusan de blasfemia a quien el Padre apartó para sí y envió al mundo? ¿Tan sólo porque dijo: “Yo soy el Hijo de Dios”? Cuando dice Jesús que el Padre lo apartó para sí, quiere decir que el Padre lo consagró. Lo separó para algo particular y especial.

El Padre mismo fue el arquitecto del plan de nuestra salvación, y por su decisión el Hijo se hizo hombre. Es el único separado por Dios para salvarnos. El templo había sido consagrado por los hombres para adorar a Dios, pero Jesús había sido consagrado por Dios para salvar a los hombres.

Cometemos un gran error si ignoramos a Jesús. El es el único camino al Padre. No podemos llegar por medio de ningún otro. A quienes no desean reconocerlo, Jesús dice: “Ustedes no creen porque no son de mi rebaño”.

A los que sí creen en El, en cambio, da promesas preciosas. Si tú has oído la voz de Jesús y lo estás siguiendo, puedes tener la seguridad de que El te guardará. Nuestra salvación no depende de nosotros, sino de Jesús. El nos lleva en sus brazos, y nadie podrá quitarnos de su mano.

Los que saben de tales cosas me cuentan que las ovejas no son los animales más inteligentes del mundo. Creo que Jesús sabía lo que hacía cuando nos comparó como sus seguidores con las ovejas. No siempre somos muy listos o muy inteligentes.

Desde luego, debemos de desarrollar nuestra inteligencia; pero lo bueno es que no tenemos que salvarnos a nosotros mismos. Si así fuera, tendríamos menos posibilidades que una oveja atrapada en un arroyo con la pata quebrada y los lobos alrededor.

Jesús es el buen pastor consagrado por Dios para rescatarnos. Cuando nos encomendamos a El, escuchando su voz, El nos salva con seguridad. Nos levanta en sus brazos, nos pone sobre el hombro y nos lleva a la seguridad. Si estamos en El, confiando plenamente en su salvación, no tenemos que preguntarnos si alcanzaremos la gloria. Podemos tener esa preciosa seguridad.

Durante esa fiesta tan especial, los judíos celebraban la dedicación del templo, pero no reconocieron al que estaba perfectamente dedicado a la voluntad de su Padre, el único que puede salvarnos a ti y a mí. Ahora surge la pregunta: ¿Has oído su voz? ¿Has respondido a El?

Si oyes hoy su voz, no lo desprecies. No le digas que no. Puede ser que no tengas otra oportunidad. Dile que sí, mientras haya tiempo. No endurezcas tu corazón. No pidas más pruebas. Jesús salió de la tumba; ¿qué más prueba se necesita? ¡Acepta hoy su salvación! Puedes tener esa gloriosa seguridad de que El te salvará – por siempre.

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