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El peligro de la piñata


pueblo escogido

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El Pueblo Escogido

Seguramente todos hemos tenido la experiencia de estar en una fiesta infantil y observar a los niños quebrar la piñata. Después de ponerse la venda y dar varias vueltas, el niño al que le toca queda desorientado. Algunas veces empieza a dar golpes locos al aire, y ¡cuidado si estás cerca de él! Muchos espectadores han sufrido daños personales en esta situación. ¡Esa desorientación puede ser peligrosa!

En la vida cristiana existe gran peligro en la desorientación. El peligro no es tanto para los que nos rodean, aunque ellos se pueden ver afectados; el peligro más grande es para nosotros.

Para estar bien orientados, hay dos cosas que tenemos que saber: quiénes somos y dónde estamos. Hazte esta pregunta: ¿Quién soy? En lo más íntimo de mi ser, ¿cuál es mi identidad?

Los conceptos que trataremos hoy – quién soy y dónde estoy – se desenvuelven de diversas maneras en el libro de 1 Pedro. Las ideas que veremos hoy son fundamentales para nosotros como creyentes, y también para nuestro entendimiento del libro.

Lectura: 1 Pedro 1:1-2

1:1 Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia,
1:2 elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo: Gracia y paz os sean multiplicadas.

Recuerden las dos preguntas que estamos contestando: ¿Quién soy? ¿Dónde estoy? Vamos a empezar con la primera.

El creyente forma parte de un pueblo escogido

Empezando su carta, Pedro identifica a sus lectores después de identificarse a sí mismo. ¿Cómo? La palabra que los define es ésta: elegidos. Es decir, escogidos. Ésta es la realidad más básica acerca de ellos, lo que más los define. Ya que por inspiración del Espíritu Santo Pedro nos escribe a nosotros también, podemos tomar esta palabra y aplicarla a nosotros mismos. Pero, ¿en qué sentido? ¿Quién nos escogió? ¿Cómo? En el verso 2, se contesta la pregunta.

  1. La elección tuvo lugar de acuerdo con la voluntad de Dios el Padre

Antes de la creación del mundo, Dios ya pensaba en ti. Antes de que tus padres pensaran en tener un hijo/una hija, antes de que Cristo viniera a este mundo, antes de que la raza humana poblara este planeta, Dios ya te había escogido para ser parte de su pueblo. No tuviste que hacer nada para ganar su amor; el te vio y te conoció y te escogió antes que hicieras nada, bueno o malo. Previsión es una traducción muy aguada; la palabra indica un escogimiento, una decisión.

Así que, Dios te ama con un amor eterno e incondicional. Él no es como un niño, que cuando no recibe lo que desea dice, “Ya no te quiero.” Su amor no se basa en nuestra vida, los favores que le hacemos, nuestra fuerza atractiva.

Más bien, desde antes de la fundación del mundo, antes que hubiera una estrella en el cielo o una ballena en el mar, Dios te conocía y te había escogido para ser su hijo. Él ya nos veía y nos escogió en su amor.

Pero dirás: ¿Cómo sé que él me escogió? La prueba es la fe que tienes. Tu respuesta a la oferta de salvación en Jesucristo es lo que define si eres parte de este pueblo escogido o no. Y si nunca has respondido a la oferta de salvación en Cristo, no te atormentes preguntándote, ¿Me habrá escogido Dios? Responde en fe a Cristo, y demostrarás que él te escogió. El hecho de que Dios nos ha escogido de ninguna manera niega el hecho de que nosotros también le escogemos a él. ¿Cómo puede ser? Es un misterio, algo que no podemos entender con nuestras mentes humanas.

La realidad básica que tenemos que reconocer es ésta: si somos creyentes, fuimos amados y escogidos por Dios el Padre desde la eternidad. Él siempre nos ha amado, siempre ha conocido nuestro nombre. ¡Y nos preguntamos si valemos algo! ¡Dudamos que importemos en realidad dentro del esquema de la realidad! Dios el Padre nos escogió. ¿Qué más queremos?

Y esta elección, esta decisión pasada, toma vigor en nuestra vida presente;

  • La elección se realiza por medio de la santificación por el Espíritu

Experimentamos la elección de Dios a través de la acción de su Espíritu en nuestro corazón. Él nos llama para separarnos del mundo. Esto es lo que significa la palabra santificación; es la separación del pueblo de Dios para pertenecer sólo a él.

Imaginemos a un niño adolescente. En su confusión, encuentra nuevas amistades que no convienen, y con ellos empieza a meterse en más y más problemas. Un día está divirtiéndose con los amigos maltratando a una pobre anciana cuando aparece la mamá. Le dice, ¿Qué haces aquí? Éste no es tu lugar, tú no eres uno de ellos; ven a la casa.

De igual manera, el Espíritu Santo nos llama y nos dice: Tú no eres parte de este mundo de maldad y rebelión; ven a casa. Y respondiendo a ese llamado, aceptamos el amor de Dios por medio de la fe en Cristo.

Pero no se acaba con el momento de salvación; la presencia del Espíritu es la garantía de nuestra santificación. Él es el sello que indica que somos de Dios. Cuando disfrutamos de la paz que él nos da, cuando sentimos el gozo de leer la Palabra de Dios y ponerla en práctica, cuando vemos cambios en nuestra vida, sabemos que el Espíritu está actuando en nosotros, y que hemos sido sellados.

Quizás has comprado plátanos o naranjas con una pequeña calcomanía. Esa calcomanía indica el lugar de origen y la compañía. Sin que nadie te lo diga, tú sabes de dónde vino esa fruta. El Espíritu es ese sello sobre nosotros. Es un sello invisible, pero sus efectos se sienten en nuestro corazón y se ven en nuestra vida.

Así que, Dios te escogió, y esa elección se refleja en tu vida por medio de la obra del Espíritu Santo en tu vida. Él te ha llamado y te ha sellado, si eres creyente. Pero, ¿cuál es la finalidad de esta elección?

  • La elección tiene como finalidad entrar en un nuevo pacto en Jesucristo

Esto significa que Dios está formando su pueblo de quienes han sido rociados con la sangre de Jesucristo. El significado de esto está en el Antiguo Testamento; ver Éxodo 24:3-8.

Exodo 24:3-8
24:3 Y Moisés vino y contó al pueblo todas las palabras de Jehová, y todas las leyes; y todo el pueblo respondió a una voz, y dijo: Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho.
24:4 Y Moisés escribió todas las palabras de Jehová, y levantándose de mañana edificó un altar al pie del monte, y doce columnas, según las doce tribus de Israel.
24:5 Y envió jóvenes de los hijos de Israel, los cuales ofrecieron holocaustos y becerros como sacrificios de paz a Jehová.
24:6 Y Moisés tomó la mitad de la sangre, y la puso en tazones, y esparció la otra mitad de la sangre sobre el altar.
24:7 Y tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos.
24:8 Entonces Moisés tomó la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas.

La sangre indicaba que la base de este pueblo era el sacrificio. Cuando Dios llamó para sí el pueblo de Israel, los consagró con la sangre de novillos; formando su nuevo pueblo, nos consagró con la sangre preciosa de su único hijo. Cuando confiamos en la muerte de Cristo, en el ámbito espiritual es como ser rociados por su sangre – esto es lo que nos introduce en el pueblo de Dios.

Pero no se termina allí; la fe en Cristo nos lleva a la obediencia. Llamar “Señor” a Jesús significa que nos disponemos a obedecerlo. En Juan 14:15, él dice: Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos. Cuando contemplamos el sacrificio del que murió para que pudiéramos ser rociados con su sangre, la única reacción adecuada es la obediencia. Es nuestro destino, y la única manera de encontrar verdadera satisfacción en la vida. Una vida de obediencia a Cristo es una vida de propósito, tranquilidad, y bendición – porque es la vida que Dios nos creó para vivir.

La respuesta a nuestra primera pregunta, ¿quién soy? es muy simple. Si has recibido a Cristo como Señor y Salvador, eres un miembro del pueblo escogido de Dios, amado por él antes de la creación del mundo, llamado por el Espíritu Santo, para ser rociado con la sangre de Cristo y obedecerle. ¿Qué más necesitamos para estar seguros, confiados, satisfechos con nosotros mismos? No importa cuánto dinero tengas, qué tan atractivo seas, qué grado de éxito alcances, en Cristo eres de infinito valor e importancia. Dios te conoce y te ama.

Pero esto nos lleva a nuestra segunda pregunta: ¿dónde estamos? Y la respuesta es muy importante:

El creyente vive en tierra ajena

  1. A raíz de su elección el creyente es un extranjero (v.1)

Cuando Dios nos escoge, cuando nos integramos a su pueblo, llegamos a ser extranjeros en nuestra propia tierra. Donde antes nos sentíamos cómodos, viviendo como todos los habitantes de la tierra, ahora nos sentimos raros.

En su novela Metamorfosis, el escritor existencialista Franz Kafka describe la situación de un hombre que se despierta una mañana y descubre que se ha convertido en una cucaracha. Es una historia triste acerca del ostracismo que muchas veces sienten los seres humanos en su propio mundo – esa emoción de que no cabemos o no pertenecemos aquí.

Nuestra situación es, en algún sentido, similar a la del protagonista de Metamorfosis, pero es al revés. En vez de sentirnos desterrados sin sentido, reconocemos que no pertenecemos a este mundo porque hemos sido destinados para uno mejor. Ya no pertenecemos a este mundo con su pecado, su corrupción, su muerte. Ahora somos ciudadanos del cielo. Hemos cambiado de ciudadanía, pero por un tiempo más tenemos que seguir viviendo en nuestra tierra vieja como extranjeros.

  • A raíz de su elección el creyente tiene una nueva patria

La palabra dispersos (o dispersión, v.1) tiene su trasfondo en la historia judía. Pedro toma esta descripción del pueblo hebreo y la aplica a la iglesia. Le da un nuevo significado. El pueblo de Dios ya no tiene ansias de regresar a Jerusalén, como los judíos dispersos; ansiamos más bien llegar a la Jerusalén celestial, la morada de nuestro Dios y Señor. Es allá que pertenecemos, y mientras vivamos aquí en esta tierra, debemos de vivir como quienes tienen una alianza superior. No nos debe de sorprender que este mundo nos rechace. Tampoco debemos de amoldarnos a la manera de pensar y actuar de este mundo, pues ya no pertenecemos a él. Somos diferentes, y debemos de vivir lo que somos.

Una maestra cuenta de su experiencia con un estudiante pequeño en su clase de primaria. En su escuela, la costumbre era que los niños llevaran etiquetas con su nombre al frente, y atrás su parada de autobús. Entre sus niños estaba uno cuya etiqueta decía, puesto de frutas. ¡Qué raro nombre! pensó ella, pero hoy los padres tienen ideas muy extrañas. En todas las actividades trato de envolver a Puesto de Frutas, pero él no respondía. Al final del día llegó el momento en que todos los niños se subían a los autobuses, y ella quiso ayudar a Puesto de Frutas a encontrar su autobús. Volteó su etiqueta, y allí atrás decía Antonio. Un caso de mucha confusión y desorientación, porque ¡no sabía quién era! Nosotros como creyentes llevamos una etiqueta que dice, escogido. Esa etiqueta es la presencia del Espíritu Santo. Y detrás de la etiqueta tiene nuestra destinación: el cielo. No olvides tu identidad. No olvides que Dios te ama con un amor eterno. No dejes de portarte como un extranjero en esta vida. ¡!– /wp:paragraph –>

Pero quizás no eres parte de ese pueblo. No sé si Dios me ha escogido, dirás. Eso está en ti. Si hoy aceptas su oferta de la salvación, serás parte de ese pueblo escogido.

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