¿Fructífero o estéril?
Cuando era niño, se me ocurrió en cierta ocasión sembrar algunas semillas de sandía en el jardín de la casa. Las semillas brotaron y crecieron, y la planta de sandía devoró una porción del jardín con sus hojas verdes y exuberantes.
De esa planta, sin embargo, jamás comimos sandías. Nunca nos dio ni siquiera un fruto. Creció mucho, consumió mucho espacio, pero no nos dio lo que deseábamos. Desde luego, esa planta no duró en el jardín más que algunos meses.
De cada planta sembrada esperamos algo – sea fruto, flores o simplemente belleza. Si la planta no nos rinde lo que esperamos de ella, la reacción lógica es quitarla de su lugar. En una planta frutal, las hojas no son suficiente. Se busca fruto.
¿Sabían ustedes que nosotros somos como plantas? La Biblia nos lo dice. Tenemos que tomar una decisión acerca de que clase de plantas seremos.
Hoy continuamos nuestra serie de encuentros con Jesús dentro del templo. Hemos llegado a la última semana de la vida Jesús. El día después de la entrada triunfal – que se celebra hoy, domingo de ramos – suceden los eventos que leeremos a continuación.
Lectura: Marcos 11:12-25
11:12 Al día siguiente, cuando salieron de Betania, tuvo hambre.
11:13 Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, fue a ver si tal vez hallaba en ella algo; pero cuando llegó a ella, nada halló sino hojas, pues no era tiempo de higos.
11:14 Entonces Jesús dijo a la higuera: Nunca jamás coma nadie fruto de ti. Y lo oyeron sus discípulos.
11:15 Vinieron, pues, a Jerusalén; y entrando Jesús en el templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y compraban en el templo; y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas;
11:16 y no consentía que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno.
11:17 Y les enseñaba, diciendo: ¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.
11:18 Y lo oyeron los escribas y los principales sacerdotes, y buscaban cómo matarle; porque le tenían miedo, por cuanto todo el pueblo estaba admirado de su doctrina.
11:19 Pero al llegar la noche, Jesús salió de la ciudad.
11:20 Y pasando por la mañana, vieron que la higuera se había secado desde las raíces.
11:21 Entonces Pedro, acordándose, le dijo: Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado.
11:22 Respondiendo Jesús, les dijo: Tened fe en Dios.
11:23 Porque de cierto os digo que cualquiera que dijere a este monte: Quítate y échate en el mar, y no dudare en su corazón, sino creyere que será hecho lo que dice, lo que diga le será hecho.
11:24 Por tanto, os digo que todo lo que pidiereis orando, creed que lo recibiréis, y os vendrá.
11:25 Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas.
El evento que encontramos aquí es único en la vida de Jesús. No me refiero a la purificación del templo, pues vimos algunas semanas atrás que Jesús ya lo había hecho una vez. Me refiero, más bien, a la maldición de la higuera. Para la persona que ha leído con atención la vida de Jesús en cualquiera de los evangelios, este evento es totalmente asombroso.
¿Por qué? Simplemente porque es la única ocasión que tenemos registrada en que Jesús usó su poder divino para destruir. Jesús usó su poder para sanar, para echar fuera demonios, para levantar a los muertos – pero en ninguna otra ocasión vemos que él haya usado su poder para destruir la vida.
Cuando lo vemos aquí, entonces, debemos de prestar atención para entender el significado de este evento tan singular. Representa un evento muy importante en la historia de la salvación, y nos hace un llamado fuerte a nosotros también. Aquí vemos que
Dios desea que el pueblo que le adora dé fruto
De la forma en que yo quería cosechar sandías de mi planta, Dios desea recibir fruto de su pueblo. Consideremos más a fondo la historia para ver esto.
La higuera era una planta muy apreciada en el pueblo de Israel, y se menciona numerosas veces en el Antiguo Testamento. Si les ha tocado tener una higuera, saben que los higos son deliciosos, y el árbol da una sombra agradable.
Para el israelita, la imagen de una higuera frondosa dando agradable sombra en el calor del verano mediterráneo y proveyendo frutas dulces y deliciosas era la imagen de la paz y la prosperidad.
Jesús había salido temprano de la casa y no había tenido tiempo para desayunar. De repente le llegó aquella sensación que aparece a eso de las nueve cuando uno no desayuna. Vio a lo lejos una higuera que prometía mucho. Estaba llena de hojas.
Jesús se acercó buscando calmar su apetito, pero se topó con una desagradable sorpresa. La higuera que había visto daba la apariencia del bienestar, pero sólo tenía hojas. No había ningún fruto para saciar su hambre.
Normalmente, en esa temporada del año, cualquier higuera con hojas tendría algunos higos tempranos. No era tiempo de higos, como observa Marcos; por esto no tenía la cosecha completa. Era de esperar, sin embargo, que tuviera algunos higos pequeños. El hecho de que no había higos significaba que ese árbol no daría cosecha ese año.
Jesús sabía lo que iba a suceder. No como expresión caprichosa de frustración, sino para enseñarles a sus discípulos una lección, maldijo la higuera. Los discípulos observaron lo sucedido pero sin entenderlo, y siguieron camino a Jerusalén.
Cuando Jesús llegó a Jerusalén, a aquella ciudad que Dios había escogido de todas las ciudades del mundo como morada, encontró precisamente lo mismo que había hallado cuando se acercó a la higuera. Observó muchas hojas, mucha actividad, mucho movimiento – pero no había nada de fruto espiritual.
La corte del templo se había llenado de mercaderes. Era necesario que la gente pudiera conseguir animales para el sacrificio; pero ése no era el lugar. Incluso se había convertido en un atajo para los que querían llevar mercancía de una parte de la ciudad a otra.
El templo debía de ser un lugar de sacrificio, de adoración y sobre todo, de oración; Jesús cita al profeta Isaías, quien dijo: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones”. Con tanto comercio, sin embargo, no había lugar para la oración – ni había lugar para las naciones. No había lugar siquiera para todos los judíos que habían venido para la fiesta, mucho menos para los que podrían venir de otras naciones para adorar a Dios.
Habían convertido la casa de Dios en una cueva de ladrones – no sólo por la deshonestidad de los mercaderes, sino porque les robaban a los gentiles la oportunidad de acercarse al Dios de Israel. El templo debía de ser como un imán, atrayendo a las personas de todas las naciones hacia el conocimiento de Dios. Lo habían convertido en algo muy distinto.
Frente a este insulto al propósito original de Dios y su gloria, Jesús responde con justa ira. Debemos de enojarnos con lo que deshonra a Dios – no tanto con lo que nos crea inconvenientes a nosotros. Jesús echó a los que estaban haciendo comercio, y bloqueó a los que trataban de usar la corte del templo como atajo.
Cuando lo oyeron los jefes religiosos, se enfurecieron; pero en ese momento no pudieron hacer nada. Sin embargo, les quedó claro que tendrían que hacer algo, pues Jesús amenazaba el control que ellos tenían sobre las mentes y los bolsillos de las personas.
Mientras los líderes rechinaban los dientes, Jesús y sus discípulos se retiraron. Con todos los peregrinos que habían venido a la fiesta, no había lugar para que se quedaran en la ciudad. Al día siguiente, cuando regresaron, los discípulos vieron algo asombroso. La higuera que Jesús había maldicho estaba totalmente seca.
Los discípulos se maravillaron, pero deberían de haber conocido ya el poder de Jesús. Más importante es la lección. Jesús mostraba que lo mismo sucedería con la adoración del templo. Unos cuarenta años después, ese templo sería destruido por los romanos. Hasta el día de hoy, no se ha vuelto a construir.
Al no encontrar fruto en la higuera, Jesús la destruyó. Al no encontrar fruto en la adoración de su pueblo, Dios también la destruyó. Jesús mismo ha tomado el lugar de aquel templo destruido. La adoración vacía allí ha cesado. Ahora podemos adorar a Dios por medio de él.
Aprendemos aquí lo que Dios realmente busca de su pueblo. Dios quiere fruto. ¿A qué clase de fruto me refiero? Uno de los frutos más importantes que busca es que el mensaje de su amor y su salvación se extiendan a otros. Jesús se enfureció porque la oración de todas las naciones no encontraba lugar.
Dios desea que su pueblo brille la luz de la verdad por todas partes. Quiere que demos ejemplo con nuestras vidas, que hablemos las palabras de verdad y que seamos activos en traer a otros a conocer su verdad. Si no lo estamos haciendo como iglesia, empezamos a caer en la misma trampa que los líderes del día de Jesús.
Ahora bien, hay algo en este pasaje que por mucho tiempo me tuvo confundido. Cuando leía la respuesta de Jesús a sus discípulos me parecía como si no tuviera nada que ver con lo anterior. ¿Por qué les habló de la fe y la reconciliación, en lugar de explicarles el significado de la maldición de la higuera?
Fue sólo recientemente que me di cuenta de algo muy importante. Jesús aquí nos está mostrando cómo evitar la esterilidad espiritual.
Dios demuestra a su pueblo cómo darle el fruto que él desea
Vemos aquí dos claves para vivir una vida que produce fruto. La primera clave es perseverar en la oración de fe. Empezamos a caer en una religiosidad estéril cuando dejamos de confiar activamente en Dios, cuando dejamos de creer que él se va a mover. Cuando dejamos de esperar que él obre en nuestra vida y en nuestra comunidad, dejamos también de darle fruto.
Queda claro que Jesús no nos está dando un secreto para conseguir todo lo que se nos antoja. El mismo oraría sólo días después: “No sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”. (Marcos 14:36) En este caso, Jesús mismo no recibió lo que deseaba.
Si tenemos fe en nuestro Padre celestial, tenemos que reconocer que él sabe lo que es mejor para nosotros, y que sus designios son supremos. Debemos estar abiertos a que Dios cambie nuestras peticiones, o que nos haga esperar, o que nos responda de una forma distinta.
Lo que no podemos perder es la seguridad de que él obrará, de que esas barreras que parecen tan permanentes se quitarán con el poder de Dios. Cuando, como pueblo de Dios, nos unimos en orar para que la victoria de Dios llegue, y no dudamos, Dios responde con gran poder. No es por nuestro poder, sino por el Espíritu de Dios, que esos montes se moverán.
La segunda clave para llevar fruto es mantener cuentas cortas con nuestros hermanos. Jesús dice: “Si tienen algo contra alguien, perdónenlo”. Si vamos a caminar en comunión con Dios y darle fruto, es imprescindible perdonar a nuestros hermanos. Tenemos que mantener nuestro corazón libre de amargura.
Nos lo dice Hebreos 12:15: “Asegúrense de que nadie deje de alcanzar la gracia de Dios; de que ninguna raíz amarga brote y cause dificultades y corrompa a muchos”. El avance del pueblo de Dios se estorba cuando hay amargura, celos y falta de perdón. La amargura es como suciedad en tanque de gasolina de un carro que tapa el filtro y pronto detiene el vehículo. Sólo con el perdón hallaremos el poder para progresar y vencer.
La pregunta para nosotros es ésta: ¿qué clase de planta seremos? ¿Tendremos muchas hojas, sin nada de fruto? ¿Estaremos llenos de actividades, de ir a la iglesia, de religión, sin nada de fruta y transformación?
Esto no es lo que Dios quiere. Para el que se dispone a trabajar por él, hay gran poder disponible. Avancemos a la victoria por la fe en Cristo.